jueves, 31 de mayo de 2012

La lúcida lección de Victoria Grant

Circula estos días por la red un video -ya viral por su magnitud mediática- de una jovenzuela canadiense explicando las razones de la crisis y su solución para la misma. Básicamente, Victoria Grant razona y analiza cómo los grandes bancos roban a los ciudadanos con la connivencia de los Gobiernos del mundo en un discurso claramente aprendido -sus padres son economistas- pero no exento de una sinceridad y lógica aplastantes. Desde su tierna edad, y en un importante foro como es el Public Banking Institute de los Estados Unidos de América, Grant lanza su diatriba presuntamente antisistema con frases como “resulta obvio, incluso para una niña de 12 años de Canadá, que estamos siendo robados y timados por el sistema bancario y un Gobierno cómplice”. Su defensa parte de que la mayoría del dinero que se maneja en el planeta es ficticio, no existe, y se genera simplemente dándole a una tecla en un ordenador. Y tiene razón: cuando a usted le conceden una hipoteca, el banco no saca la cantidad prestada para dársela físicamente y que usted se la dé al vendedor de la vivienda; simplemente traspasa la cifra de una cuenta a otra y en la suya aparecen mágicamente los números negativos de su deuda con sus correspondientes intereses. Y en la ‘gran economía’ pasa lo mismo, tanto con el dinero que prestan los bancos privados a los nacionales como los que estos prestan a los Gobiernos y otras entidades aunque, claro, a un interés mucho menor que el que le aplican al ciudadano de la calle porque las cantidades, al ser mucho mayores, generan unos beneficios asimismo brutales. Pero por mínimos que sean los intereses que la banca privada le cobra a la banca nacional, ello siempre derivará en un incremento de los impuestos a los ciudadanos, que son los que esforzadamente sostienen la deuda pública de cada nación. O sea, que para que justificar el ‘dinero que no existe’ al final siempre se tira mano del que sí existe, sacándolo del bolsillo del contribuyente para llenar el de los banqueros. El ejemplo de Canadá según Victoria: Los bancos sólo tienen 4.000 millones de dólares reales en sus reservas/cámaras acorazadas, pero han concedido préstamos por valor de 1’5 billones de dólares, luego la mayoría del dinero del que se habla es ficticio, pues sólo es deuda contraída en forma de préstamos. Hasta aquí, comprensible.

Antiguamente -de hecho, no hace tanto, apenas un siglo según países-, el patrón-oro marcaba la economía de un país según sus reservas y limitaba la deuda que podía contraer hasta unos límites razonables. Estadísticamente, desde que la moneda impresa o acuñada y el ‘dinero ficticio’ producto de la deuda -y no el oro en las reservas- marcan la economía mundial, la inflación no ha dejado de crecer a nivel global. Es decir, que desde que hemos facultado a entidades privadas para prestar dinero que no tienen (o el que tienen, que no es suyo sino de los impositores) sólo se han beneficiado esas entidades y sólo se ha machacado sistemáticamente a los ciudadanos en forma de impuestos. ¿Qué pasaría -se pregunta Victoria- si los Parlamentos de los países decidieran ordenar imprimir en billetes la deuda pública y entregaran la cantidad a las entidades acreedoras, ya que tienen esa facultad legal aunque no la pongan en práctica? Sinceramente, me gustaría saberlo.

La joven canadiense cita, además, a la Biblia recordando que Jesucristo expulsó a los cambistas del templo hace dos mil años “porque estaban manipulando moneda para robar a la gente”. El ejemplo es muy ilustrativo, lástima que veinte siglos después hayamos dejado que los nuevos templos/centros de poder sean, en realidad, los propios bancos, que son los que manejan la vida de Gobiernos y ciudadanos.

Para finalizar, una cita de la antropóloga Margaret Mead a la que alude Victoria Grant: “Nunca dudes que un pequeño grupo de ciudadanos puede cambiar el mundo; de hecho, eso es lo único que lo ha logrado”. Ojalá, con la diferencia de que los indignados y cabreados no son/somos, a nivel global, un pequeño grupo, sino una masa a punto de enfurecer.

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